11 de mayo de 2011

Naufragio en los mares porteños.

Cuando era pequeña no solía alejarme demasiado de mi barrio, y mucho menos 6por mis propios medios. Pero pasando los años tuve que acostumbrarme a una rutina de la que la mayoría de las personas reniegan: viajar al centro todos los días. Quedé deslumbrada por la variedad de personajes extraños y absurdos que resaltaban de entre los demás, los que llamaríamos “la gente común”. Hoy por ejemplo, esperando el colectivo me crucé una voluptuosa dominicana con el cabello hasta las rodillas, con miles de trenzas finas como agujas de un color champagne. Nunca en mi humilde y periférico barrio encontraría un personaje tan particular como ella. Pero será personaje de otra historia.

Por cierto, he notado que la mayoría de la gente común odia viajar al centro, pero yo encuentro los transportes públicos terriblemente inspiradores. Como uno no tiene nada mejor que hacer, el pensamiento vuela. Además es en colectivos, subtes y trenes donde se encuentran los personajes más raros entre lo raro, más absurdos entre lo absurdo. A veces, cuando me encuentro en mi camino con uno de ellos, me gusta imaginarme sobre su historia; me pregunto sobre su pasado, su familia, sus amigos, qué estará pensando.

Y fue justamente en una de esas situaciones cuando la vi: una dama distinguidísima, coqueta y de honorable doble apellido. Siempre estaba maquillada en exceso y con su tapado de visón y zapatos dorados con un pequeño taco. Me preguntaba cómo podía encontrarla ahí, arriba del colectivo 150; y no en un Rolls Royce o Mercedes Benz camino a su impecable casona en la Avenida Alvear. Se mostraba con la mirada ausente y añorante, con la sombra de la soledad sobre ella. Mientras pensaba todo esto, tuve que bajarme.

Pero no sería la última vez en verla. Días más tarde volví a verla, caminando por Callao con la mirada al frente y la nariz parada, claqueando con sus tacos dorados. Por supuesto ni me miró, no tenía idea que esa fugaz mirada había sido nuestro segundo encuentro. Me desconcertaba y me intrigaba la historia de esa señora que debía rondar los ochenta años. Parecida perdida, siempre sola, como naufragada en los mares de Congreso. En cierto modo cuando uno recorre ese barrio suele estar solo y ser una isla junto con todas las personas-islas que a nuestro alrededor caminan apresurados, preocupados sólo por sus cosas. Pero ella era menos incluso que una isla como la gente normal. No, era un naufragio.

Unas semanas después volví a encontrarme a esta distinguida dama, de nuevo en el 150. Yo solía sentarme adelante y charlar con el colectivero, un tipo conversador, bocón y mujeriego; pero sin pagar el boleto. Entonces la doña se sentó a mi lado, y se entrometió descaradamente en la conversación, como quien hace mucho que no habla con nadie y necesita desesperadamente contacto humano. Conservaba un deformado tono español, y para mi sorpresa y alivio, puesto que estaba intrigada, me contó su historia.

Me contó que era parte de la aristocracia madrileña, había vivido en una casona cerca de los teatros de la Gran Vía y estaba casada con un honorable señor de alta alcurnia, que casualmente había sido compañero de Franco en su entrenamiento militar. Como eran grandes amigos, el generalísimo le regaló cientos de hectáreas en La Pampa. Entonces a fines de los sesenta, la clase alta española pasó a la clase alta argentina, en una bonita casona casi mansión en Recoleta. Mencionó que había ido de vacaciones a París, todavía noviando, y encargó su retrato de compromiso a Henri Cartier-Bresson. Al oír eso mis ojos se abrieron como platos, ¡lo que hubiera dado yo por conocer al padre del fotoperiodismo! Pero el tiempo me apremiaba y tuve que bajarme del 150 y del pasado de la señora. Noté mientras caminaba hacia la puerta, que seguía hablando al aire como si yo siguiera allí sentada, como si nunca le hubiera dado los buenos días, despidiéndome.

Pobre, estaba un poco loca la señora, pensé. Supuse que su historia sería verídica, pero ella seguía allí sin notar que Callao no era la Gran Vía, que el colectivo no era su Rolls Royce, que su familia se había marchado mucho tiempo atrás, y que ella ya no era ella. Debía haber sido muy linda, pero ahora se trataba de un espectáculo tragicómico ambulante. Su maquillaje era -no encuentro otra palabra y podría parecer despectiva- grotesco: la base de color mandarina adicionada con un delineador que había quedado muy lejos de los ojos y un rouge demasiado lejos de los labios. El cabello era de un negro profundísimo, un color imposible en la naturaleza, pero con evidentes raíces blancas y algunos agujeros faltos de hebras. El tapado de visón tenía el mismo problema que el cabello, los agujeros de la miseria y soledad no podían disimularse.

Se había quedado a vivir en España, en 1968, en esa casona de la Gran Vía con sus tapados de piel y su marido siempre con frac de Armani. Supongo que es lo que puede darte la extrema miseria, no sólo económica sino además física y espiritual. Sola hasta la locura no pudo parar de refugiarse en sus lejanos años felices. Y hasta podía verse en sus ojos esa joven rica que había crecido al lado del fascismo y lo celebraba mientras se sentaba a la mesa con Franco a beber vino mendocino; cuya única tarea era ser una esposa de adorno.

Otra vez la vi hablando con el fantasma de su marido en una esquina de Rodriguez Peña. No valía la pena preguntarle cómo había perdido todo, ella no tenía idea de quien era yo, o de dónde había salido. Suspiré y tomé apresurada el colectivo. Meses después la vi por última vez, yo iba en el 28 hacia Plaza de Mayo, y pude ver cuando cruzaba el umbral de su lujosa mansión de antaño: una pensión de mala muerte en Lima y Brasil, hundida en los mares de Constitución.

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